lunes, junio 23, 2008

La CCE “Benjamín Carrión” en la encrucijada

Los cimientos sobre los que se erigió la Casa de la Cultura Benjamín Carrión están por colapsar; el proyecto hegemónico de una concepción mestiza de la cultura[1] –homogenizante e integradora- debe dar paso a una concepción de la diversidad y la pluriculturalidad. Es en medio de este dilema que entra al debate la autonomía de la Casa de la Cultura.

Como telón de fondo y como contrapartida una revolución ciudadana que se diluye en los estrechos márgenes de la constitución o reconstitución del aparato estatal desde una posición académica muy lejana a la realidad y a la cotidianidad, al imaginario y a los símbolos de lo popular. Un proyecto reconcentrador y organizador desde el centro para convertir a la periferia en el escenario en el cual se cumplan los designios de los planificadores para impulsar el vagón de la patria hacia el desarrollo sobre las rieles del buen vivir –concepto entresacado de la concepción ancestral y agregado a la nueva constitución -.

En qué medida la Casa de la Cultura ha agotado su concepción y su quehacer en estos más de 60 años de funcionamiento. Erigida como la institución desde la cual se reconstruiría el maltrecho orgullo nacional seccionado por la oprobiosa derrota del 41 y aquello que se denomina de manera entre revolucionaria y religiosamente “La gloriosa”, para construir aquella patria pequeña pero con espíritu grande según su mentalizador. Un proyecto estatal e intelectual para que, desde una casa donde se dé cita lo más alto del pensamiento, “robustecer el alma nacional y esclarecer la vocación y el destino de la patria”, en otras palabras refundar el cuerpo de la nación ecuatoriana, generar una identidad y reconstituir las relaciones simbólicas de pertenencia, cuyo eje medular correspondería a la narrativa de la “nación”, sentando las bases y las condiciones institucionales para la generación de una intelectualidad estatal[2].

A pesar de los intentos de los ex impugnadores que se tomaron la Casa de la cultura en 1966 aprovechando la caída de la dictadura, la revolución cultural terminó en una restauración. A partir de allí el derrotero de la Casa de la Cultura ha estado marcado por el auspicio a cierta intelectualidad y a determinados artistas para fomentar aquello que se denominó “identidad nacional”. Pero en la década del 90 aquella visión hegemónica e integradora de la realidad se hizo trizas con el aparecimiento en escena del movimiento indígena como sujeto político y con un discurso propio que cuestionó en esencia al estado y la organización social excluyente sobre la cual, sin advertirlo, se había constituido este país; y reclamó su presencia y su legítimo derecho a participar activamente en la reconstitución del Ecuador. En parte la Constitución de 1998 es fruto de aquella impugnación.

Qué sucede ahora. A partir de aquello que se autodenominó el “movimiento de los forajidos” se deslegitima el régimen de los partidos políticos –régimen auspiciado por la extinta Democracia Popular y aprovechado al máximo por los Social Cristianos-, arriba al gobierno un sector de la pequeña burguesía intelectual y académica que pretende reorganizar el aparato estatal y darle nuevos fundamentos a las relaciones sociales pero sin el acompañamiento de la efervescencia popular, en parte porque no se acomoda al discurso académico y racional y en gran parte porque para los sectores populares el poder es lejano e inaccesible. Como una forma de subsanar ese vacío de apoyo popular (apoyo popular real más allá del folclórico y ritual depósito del voto) se implementa una política subsidiaria para contrarrestar los efectos de la crisis bancaria y del desmantelamiento del aparato estatal, planificado y ejecutado de manera sistemática, en las dos décadas precedentes.

Esa concepción académica que compartimenta, segrega y separa el todo para entender la realidad creó el Ministerio de Cultura separándolo del de Educación. Es decir la cultura entendida como un quehacer específico de los gestores culturales y para ellos creó una plataforma de proyectos a ser financiados. Pero la perversidad de la realidad demuestra a diario que la cultura lo atraviesa todo y está presente más allá de las estrechas paredes de las instituciones que pretenden ser los ejes rectores de la cultura y deviene en alucinantes figuras calcinadas del rock por falta de espacios adecuados para desarrollar sus actos y en propuestas vigorosas de las diversas naciones y pueblos indígenas sobre la recuperación de los símbolos enmascarados en las ritualidades sincréticas de las fiestas religiosas y reclaman la recuperación de sus monumentos históricos a contrapelo de las regeneraciones urbanas realizadas en Quito o Guayaquil donde los indígenas han sido considerados únicamente como mano de obra de lo colonial y republicano pero de cuyas zonas recuperadas ha sido borrada toda referencia a la barbarie ejercida sobre su humanidad para construir esa misma monumentalidad que se muestra ante los ojos atónitos de los turistas de toda laya.

En este contexto no creo que se solucione el problema cambiando únicamente la denominación de la Casa de la Cultura por la Casa de las Culturas sino que es preciso demoler las bases sobre las que fue construida para integrar el arte y la literatura en la cotidianidad de los seres humanos. No es posible que parapetados en el discurso de Benjamín Carrión se den casos tan opuestos como el de los artistas abandonados a su suerte –Bruno Pino nos puede contar su historia arrojándonos su desprecio por los espacios institucionales- en contraposición al auspicio insultante que han recibido ciertos escritores y músicos que ahora están en el gobierno.

La cultura es una constante y abarca todos los ámbitos de la vida; el arte y la literatura en cambio, en este proceso de super-especialización, es realizado por individuos de una “sensibilidad especial”; o eso nos han querido hacer creer, cuando en realidad todos los seres humanos estamos dotados de esa capacidad creativa pero que el proceso de educación y de integración a la producción van castrando para hacer del ser humano un individuo productivo pero no imaginante, un individuo al que se lo mide por la cantidad de cosas que elabora pero no por su capacidad de imaginar.

La realidad actual es muy distinta a aquella que justificó la creación de la Casa de la Cultura; el proceso de globalización y el desarrollo de nuevas tecnologías nos demuestran que el papel del artista como el individuo de sensibilidad exquisita está desapareciendo y, como contrapartida, emerge del anonimato una cantidad increíble de creadores que elaboran otro discurso y otras manifestaciones artísticas por fuera del canon y la regla, por fuera de la academia y las instituciones, en la marginalidad y en el anonimato solo por el gusto y el placer de elaborar sus propios sueños y su propio discurso porque, el que es emanado desde la academia o los medios masivos de comunicación, no les pertenece ni les identifica. Todos los intentos por racionalizar, funcionalizar y uniformar el discurso es desbordada por estos creadores, pertenecientes en la mayoría de los casos a comunidades autogestionarias, a quienes no les interesa el destino de la Casa o del Ministerio de Cultura porque saben y están seguros que los auspicios nunca les llegará y que, en caso de llegar, desvirtuarían la naturaleza de su trabajo.

Esta nueva realidad repliega a ciertos escritores y artistas a refu­giarse en los círculos, a considerarse sacer­dotes que defienden el templo de las hordas salvajes que arremeten contra el arte y la literatura. El templo, símbolo de los iniciados en cualquier culto, al que no tienen acceso los profanos, es el reducto del cír­culo y la representación del poder por delegación de la divi­nidad. Estos nuevos sacerdotes son los detentadores del “saber”, los que poseen “la verdad” para difundirla entre los impíos, los que encarnan el conocimiento y defienden la estructura social, son los cuidadores de la forma porque también ella reviste la jerarquía.

Los rituales de iniciación son actos para demarcar la repartición de los conocimientos; la ocultación está siempre presente en el carácter de lo sagrado y eterno. Demostrar la imposibilidad de cambiar las estructuras es la misión de los sacerdotes, impedir que los fieles o devotos de la divinidad interpelen o cuestionen el orden de las cosas es su tarea fundamental.

Pero la literatura y el arte se presentan en la vida y se expresa en la obra de aquellos que cuestionaron a toda hora, tanto en la cuestión formal como en la concepción del arte, la función de los tem­plos; en los sur­realistas que quebraron con sus propuestas la utilitaria división entre la vida y el arte.

Ninguna manifestación artística puede alcanzar grandeza si no está comprome­tida con la vida no con el templo, no con el círculo; porque no se puede criticar la estruc­tura de poder siendo parte y benefi­ciario de ella.

La propuesta más radical, es destruir el templo, hacer que exista el arte y la literatura entre la espalda y el esternón de cada ser humano, des­mitificar el hecho creador y socializar las técnicas de creación. La crítica no se la hace desde la oficialidad, tampoco desde los círculos de amigos para las publicaciones ni desde la reverencia a la forma, sino, desde una propuesta contraria a la que ha tenido la burguesía (disculpen el anacronismo de la palabra); desde una posición consecuente con las aspiraciones del común de la gente y no en devaneos con los dueños del poder y de la figuración.

Aquellos que se levantaron contra los grupos preciosistas ahora se yerguen como los defensores de lo bello y de los templos; sin considerar que lo hermoso está en la vida no únicamente en la pala­bra, que la esperanza no es bella por estar retratada magis­tralmente en una obra literaria sino, que es hermosa, porque surca el límite que existe entre la resignación y la insubordinación, que la convierte en tirajebe[3] o sometimiento. Eso es lo maravilloso de la palabra, de la literatura, del arte y de la vida.

Es preciso, urgente que la Casa de la Cultura se transforme radicalmente para dar cabida a las múltiples manifestaciones artísticas de los diversos grupos y sectores sociales; basta de sumos sacerdotes que nos dicen dónde está el canon y cuál es la regla; el espíritu de los creadores, la obra de los artistas deberían dar color y sentido a esta revolución cuya obra máxima parece la redacción de una constitución que, de la forma como se la elabora, podrá ser cambiada de la misma manera por algún otro grupo que se suceda en el poder. Solamente si la gente, el común de las personas, se moviliza y se apropia y crea la propuesta será perdurable, de lo contrario, más temprano que tarde vendrá la restauración para escribir la historia con los mismos dueños del poder y de los sueños.

[1] Síntesis asimétrica de elementos indígenas y blanco-españoles.
[2] Polo, Rafael. La narrativa mestiza del Ecuador.
[3] La popular cata pero en el habla de los lojanos, honda según la RAE, pero más cercana al tirachinas (Urug. y Arg.)

Pablo Yépez Maldonado

jueves, junio 12, 2008

JOAQUÍN GALLLEGOS LARA O EL ESTUPOR FRENTE A LA REALIDAD

Nota aclaratoria:



Por la muy difundida y autopromocionada teoría-tesis-sofisma del denominado Síndrome de Falcón, reproduzco un texto escrito hace casi 10 años, sin cambiar nada con el compromiso de actualizarlo más adelante para contestar a tan "sabia" teosofía. Creo que muy pocas cosas han cambiado, en especial la parte pertinente a los "intelectuales".



La búsqueda de la otra parte, el mirar hacia adelante para tratar de encontrar el resto; el mecanismo que permitiese evitar los cadáveres, tan a boca’ejarro, tan cenizos bajo el sol de a perro de todo el Ecuador. Pero; qué hacer frente a la imagen, frente a sí mismo, desnudo e inerme en medio de una sociedad clasificada por la cuna, el dinero y el abolengo. Nada más temerario que asirse de las ideas: Dios debe tener una sabia concepción de los equilibrios; a quien no tiene piernas le provee de alas y fuego y temeridad, porque jugarse el cuerpo en los fogosos campos del avatar político, cuando aún tenía vida, daba la posibilidad de soñar con asaltar el cielo. Ahora, a lo máximo que se aspira es a transformar su olor rancio por los aromas más elaborados de los banquetes, de las curules congresiles.

Nada más humano que aprender a soñar cuando el cielo está tan lejos. Y esa imagen, de centauro del tercer mundo se hará luego novela para terminar en película, para beneficio de su autor o de su director. Pero cuando el cuerpo se convierte en mito, se deja de lado sus contenidos y se lo extrae como simple símbolo que puede significar todo menos lo que fue.

“Joaco” es la expresión más clara, disonante, cuestionadora, interpelante, y humana de los escritores del Ecuador del Siglo XX. No es solamente la actitud como preconizaban antiguos militantes de la palabra y conmilitones de la revolución en desdibujados cafetines, donde la bohemia consumió todo su trapío sin el cual, ahora, se los puede mirar deambulando de institución en institución para alardear de sus antiguos discursos incendiarios; tampoco es solamente el oficio, como el de los disidentes de la corriente anterior que se apuraron a espulgar sus poemas para esperar-esperanzados su admisión en las academias y en los homenajes. ¡Más que eso! Gallegos Lara es el planteamiento irrenunciable de la posibilidad de soñar y soñarse, de elaborar sobre el muñón el más alto proyecto humano sin temor a denunciar la dependencia; ese extraño mal que todavía sufrimos.

Debajo de las procelosas aguas de la conciencia nacional; ahora que se hacen ferias con honoris causas, subyace el discurso afiebrado de Joaquín Gallegos Lara; esas ganas inmensas de rehacer el mundo con los materiales al alcance de la mano; esa desesperada conciencia de conocer las posibilidades ilimitadas que dan el sueño y la mente a pesar de estar en un cuerpo maltrecho. Y que la pasión es el arquetipo de la moral, y que la moral no es un discurso de convento o de viejas logias; y que el amor, ese caos que agita el fuego, no puede ser entendido únicamente desde la razón; y que la patria, ese mapa con todos los colores posibles no es (o no debería ser) una hacienda patibularia. Pero nada. A pesar de haber transitado 69 años desde la aparición de “Los que se van”; se siguen yendo, y no pararán de irse a pesar de los coyoteros, a pesar de la migra, a pesar del alza del dólar: nada detiene este desangre, a pesar de las financiadas campañas electorales; a pesar de los medios de comunicación comprables o vendibles. A pesar de las supuestas armonías y los diversos tiempos. Si no caminamos con nuestros propios pies, o con nuestras manos si es necesario, el Ecuador se dividirá en tantas haciendas cuantos mayorales existan.

El bautizo de sangre ya tuvo su confirmación; ahora estamos en la mayoría de edad; y, sin embargo, nada más lejos de la conciencia creadora; nada más escuálido que nuestro aspecto de país subsidiador de banqueros mostrencos.

Hay una constante en la literatura de Gallegos Lara: la patria. Esa patria estructurada en diversos personajes; nada más amado que esos personajes propios, con acento ecuatoriano, que tienen conciencia sobre lo local como afirmación de pertenencia; los otros, los globalizados desde antaño; los que pretendieron vender el país o ponerlo bajo protectorados de distinto tipo; todavía andan sueltos con su desvarío y su talega de monedas. Antes y después, el sueño; antes y después la conciencia; antes y después la ría con sus panaderos, obreros, y mujeres caminando del brazo del futuro, de la esperanza. Ahora, acaso todo referente sea inútil; pero tal vez por eso sea más urgente su prosa; tal vez, por eso sea más notoria su ausencia. Si no existen referentes es preciso crearlos, es necesario inventarlos a pulso, con el tesón de aquellos que han esperado la vida entera para asomarse al espectáculo del futuro.

¿Es necesario rescatar la memoria de Joaquín Gallegos Lara? Tal vez... para dedicarle algún monumento y explorar el arte declamatorio para alarde de los discurseadores, de los profesionales de la palabra. Tal vez... con la posibilidad de rescatarlo puro, sin contagio posible con las ideologías del pasado, esa ideología de los dinosaurios según nuestros prestigiosos columnistas de los medios de intoxicación. Tal vez... para sacarlo del contexto y convertirlo en símbolo aberrante de teorías novedosas pero incompletas según las cuales la literatura del Ecuador sufre el “Síndrome de Falcón”. O. Tal vez... para hacerlo hablar como viejo oráculo de los obscuros acontecimientos que se avecinan.

Yo creo que no es necesario rescatar nada, que la conciencia y la actitud de Joaquín Gallegos Lara no está en los círculos literarios, ni siquiera en los círculos políticos; está en la tenacidad del pueblo que crea y recrea sus condiciones de vida para transitar la existencia; está en la multiplicidad de actores que tienen su propia voz y que no requieren de intermediarios para hacerse escuchar; está en la poesía más pura que se contrapone al proyecto hegemónico de una transnacionalización salvaje que pretende borrar todo vestigio de lo popular pues no concuerda con el verbo globalizar.


Noviembre, mes de bautizos y derrumbamientos, de gritos alucinantes. El 15 se cumplirán 77 años de la masacre inicial de obreros (que de las de indígenas ya nadie lleva la cuenta); cabalístico número si se es afecto a la numerología; el 16 ya habrán transcurrido 52 años de la muerte del “Cojo genial”; el 9 en cambio se cumplieron 10 años de la caída del Muro de Berlín. Para aquellos que no se dejan llevar por los festejos y los onomásticos el Siglo XX se inició con la matanza de Guayaquil y se cerró el 9 de noviembre de 1989 con el inicio de la caída del socialismo real. Dos hechos; el uno local en el marco de una conciencia que rompía sus relaciones con el pensamiento feudal hacendatario y el otro universal con el cual el capital transnacional lanzó su grito de triunfo sobre el supuesto cadáver de la historia. Pero ni lo uno ni lo otro. La ideología del dominado todavía pesa en las altas esferas de la política y, si el lojano Pablo Palacio trató de desvirtuar la realidad, otro lojano, pero de ascendencia fenicia, pasará a la historia como uno de los artífices que no solo la desacreditó sino que la corrompió, la desequilibró, la endosó, la desfinanció; es decir, hizo de la realidad ese pastiche que se llama crisis; y que constituye el drama amargo de todos los días ahora matizado por el parto de los volcanes como confirmación de nuestra condición telúrica, ígnea.

Es necesario hacer una distinción entre el hombre y el símbolo. Joaquín Gallegos Lara es la imagen misma de la realidad ecuatoriana. Mutilado y en medio de la angustia existencial de afirmarse sobre bases inexistentes. Pero también está el otro lado, esa capacidad para fantasear y hacer, de nosotros mismos, ese imaginario lleno de héroes anodinos y fabulosos, ingenuos hasta el desparpajo.

A Joaquín Gallegos Lara, capaz de decir que en “Nuestro infeliz país, toda alegría se la robamos a alguien. ¡Aquí no podemos ser dichosos sin ser canallas!”, lo queremos, entero, sin que se convierta en el tótem sagrado, en el icono vacío; sin que pretendan acomodarlo en el altar patrio al lado de los héroes, los santos o los mártires. Es el intelectual atento a la realidad del país; el que pretende indagar las causas y exponerlas, sin el maniqueísmo fácil que impide al lector acercarse a la obra. Es el crítico que discute tendencias, lúcido y frontal, sin que la militancia partidaria le impida confrontar puntos de vista; es el político que cuestionó la corriente browderiana a pesar de estar en minoría al interior del aparato político. Pero, sobre todo, es el recreador de la realidad, sensible y apasionado que retrata al Guayaquil de inicios de siglo y que pone en escena al intelectual como testigo para que cumpla su cometido. Ese mismo intelectual que devendrá en víctima, en protagonista incomprendido, cuando la pequeña burguesía tenga acceso a espacios del poder; tanto como para exigir su derecho a estar en otra realidad, a esperar que, a su retorno, el común de los mortales pueda comprender sus complejas elucubraciones teóricas y estéticas. Hasta devenir en el desencanto; es decir, la confirmación por parte de nuestra romántica intelectualidad de que la realidad es más extraña y ajena que nunca; y, que a pesar de todos los esfuerzos civilizatorios, es imposible concretar los sueños.

Luego de un siglo, el ciclo de la literatura ecuatoriana se cierra casi con el mismo espíritu; el escritor encerrado en su torre de marfil alejado de la cotidianidad ramplona del ciudadano de carne y hueso. La posmodernidad, que recupera el mito de Narciso, es el espacio que permite justificar esta actitud. Pero la realidad es más terca que la belleza individual y si frente a Narciso se levantó Némesis para castigar tanta arrogancia; en América Latina y en los países dependientes existe una corriente subterránea que incorpora a los nuevos actores, a los nuevos protagonistas. Es la expresión de la pluralidad; nadie pretende representar ni expresar las opiniones de los demás; que cada quién tome el espacio que le corresponde para completar el rompecabezas de los actores sociales. No existe la necesidad de hablar por los demás; la expresión más clara es el papel asumido por los indígenas en nuestro país; es impensable que en el futuro se puedan realizar los famosos diálogos nacionales sin su presencia. Hace setenta años la realidad fue otra. La necesidad de descubrir al país, de retratarlo de cuerpo entero, impulsó a los intelectuales de aquel tiempo a tomar la palabra en nombre de los demás. Tal vez, ese desplazamiento, explica su nueva actitud; perdido su protagonismo el intelectual se ha refugiado en las ONG's como mediador en el diálogo entre la sociedad civil y el Estado, cumple el mismo papel de los apuntadores en las obras teatrales, sabe el texto y el desenlace pero no conoce al público pues están de cara a las escenas creadas por su pluma y de espaldas a las reacciones que provocan sus intervenciones.

No es casual que se pretenda recuperar ciertas tendencias y dejar en el olvido otras; en el debate ético y estético no existen actos gratuitos; la ingenuidad ha dado paso a la más profunda sospecha. Luego del boom petrolero y un mini boom literario en nuestra comarca, la disputa por los micro espacios de poder al interior del aparato estatal, en el sector de la cultura, se han agudizado. Es que la vía "democrática" del neoliberalismo exige construir la apariencia de amplios consensos. Para ello, son importantes los espacios culturales para revestir de racionalidad y belleza a un proyecto que carece de solidaridad y entiende, únicamente, las razones de la rentabilidad y la ganancia. No es contradictorio por lo tanto, frente a esta realidad que los intelectuales participen en "las sabatinas del poder"; no solo en este régimen sino en todo este largo trayecto de transformación del Estado, desde la dictadura hasta el gobierno de las armonías y de los descarados subsidios hacia la banca.

Pero también es cierto que existe otra corriente; aquella que da continuidad a un proyecto popular, alternativo, creativo, solidario, múltiple, polifacético y lúdico que recoge la tradición de los grandes de la literatura y el arte en general para ejercitarlo en los espacios anónimos de lo cotidiano. Y, debajo del vacío cascarón de las formas, emerge fantástica una conciencia que se nutre de la cosmovisión andina sin negar los aportes del pensamiento crítico occidental; recoge la tradición solidaria y la práctica colectiva; incorpora el colorido y las múltiples escalas en esa mágica partitura que constituyen los diversos pisos ecológicos, sociales y culturales.

La literatura y el arte para ser tales, deben ejercitar una especie de revolución permanente. En la década de los treinta, en contraposición a la visión del indio, del montubio, del campesino y del obrero desde el punto de vista del patrón o patrono; se puso en escena, a los mismos personajes, desde la perspectiva de la intelectualidad pequeño burguesa, comprometida con un proyecto político y social que irrumpía en la historia nacional para disputar espacios al clero y aún a los liberales.

Noviembre, mes para hacer balances, para depositar ritualmente las cruces sobre el agua o hacer un festival con otro ladrillo en el muro de Berlín.

"Porque se va el montubio, los hombres ya no son
los mismos. Ha cambiado el viejo corazón
de la raza morena enemiga del blanco.

La vitrola en el monte apaga el amorfino
tal aguaje largo los arrastra el destino
los montubios se van pa'bajo del barranco."

Los que se van, el libro que, según Benjamín Carrión, le permitía presentar algo nuevo de la creación ecuatoriana en sus tertulias literarias en el extranjero, fue calificado como "crudo, brutal, exagerado y pornográfico"; según los críticos de esa época, que no difieren mucho de los actuales.

Joaquín Gallegos Lara en cambio, como oposición y contrapartida, saluda el aparecimiento de la narrativa de Jorge Icaza y afirma que ”Es bajo el signo del crecimiento del movimiento de las clases trabajadoras que se realiza el avance literario. Los escritores jóvenes conscientes, influidos por la lucha nacional revolucionaria de las masas populares, no quieren seguir siendo los serviles instrumentos de las clases dominantes de su país y del imperialismo extranjero, como sus antecesores en las letras lo han sido, y abren los ojos y se enfrentan a la realidad y se enfrentan a la vida con auténtica fuerza humana”

“Las novelas de Icaza no son falsas. Son la auténtica expresión de nuestra realidad humana. ¿Os espanta el cuadro? Debierais avergonzaros de ser los domésticos letrados de la clase social que es capaz de cometer los crímenes cotidianos que Icaza narra y que por más polvo que queráis levantar no podréis ocultar. La explotación bestial a la que se somete al indio desde la conquista, después de haberle robado todas sus tierras es innegable. No debe haber ocurrencia más idiota que aquello de que debemos ocultar que esto existe (...) para que la burguesía extranjera no se asuste y venga a viajecitos de turismo, creyendo que todo en el Ecuador son lagunitas de Otavalo y prostitutas pintadas en la calle Machala de Guayaquil. No, majaderos y lacayos: Ecuador no es un país de turismo sino de tragedia.”

Para completar esa valoración del quehacer literario de su tiempo, con toda la fuerza y honestidad que le daba su estatura moral es capaz de señalar que, por su parte ha podido "anotar una cuestión que es quizás sustancial en Icaza (...) no percibe la psicología del pueblo indio, no es capaz de penetrar en la intimidad del alma india, y por ello, con raras excepciones, sus escenas son siempre de afuera para adentro. Los actos del indio, su fisonomía social son esas, en verdad. Icaza no cambia nada. (...) Pero ¿Lo de adentro? ¿Qué piensan, qué sueñan, cómo aman, cómo se acercan con ternura a los hijos? De esto no sabemos nada.” Eso lo dijo hace 63 años y aún estamos sin conocer esa realidad que impide integrar nuestro espíritu nacional; porque sin ellos será imposible completar nuestro ser.

Y, para hacer más visible su actitud frontal, aquella que impide entrar en los círculos báquicos de los contemplativos, le dice a Raúl Andrade, uno de los periodistas más notables que ha tenido nuestra pacata prensa, con motivo del pedido que este hiciera para que “aunque sea se abalee al pueblo, con tal de impedir que Velasco Ibarra llegue al poder”:

Raúl Andrade era el espíritu de la neblina, que se enreda en los techos y desdibuja en las calles, en las tardes encharcadas de Quito. Soñaba como un noruego y escribía como un francés. Sin duda para muchas almas románticas habrá sido un cruel desengaño hallarlo en el papel de carabinero. (...) La razón que el da no son, naturalmente las escasas ayoras y el mal rancho, inherentes al oficio. El habla de un planazo que le arrearon los velasquistas el año 35.
¿Tanto rencor por un planazo? ¿O es que se lo acertaron en los ojos y lo dejaron ciego ante la realidad del Ecuador? ¡Asegura también que teme por la tranquilidad de las familias; como si fuera una vieja solterona, él que fue un bohemio!”


Parece que cambian los personajes pero no las circunstancias. Hay tanto que decir en el Ecuador y tanto silencio cómplice. La calificación de intelectual se ha convertido en el requisito indispensable para entrar en el baile de las donaciones, de los financiamientos.

¡No!, para decirlo como Machado;

“No quiero cantar ni puedo
a ese Jesús del madero
sino al que anduvo en la mar”

No es posible rescatar a Joaquín Gallegos Lara únicamente desde la perspectiva de la literatura o de la política; es necesario entenderlo en la pasión, en esa capacidad para cuestionarlo todo; para asir la historia y las condiciones con las dos manos; para vivirla intensamente ya sea desde su puesto de vendedor de boletos o inspector de canteras. Nada es ajeno a su espíritu sensible. Incluso el amor llegó para envidia de los que se suponen elegidos, predestinados. Yo no quiero al héroe ni al personaje, quiero al hombre, con todos los equívocos que pudo tener, pero sobre todo con la valentía suficiente para arrostrar su destino, actitud que les pesa a aquellos intelectuales que escriben desde sus mullidas sillas y respaldados por nombres de plástico. Toda obra responde a las necesidades de la época. Y los grandes gestos corresponden a los iluminados. Qué contraste con la actitud pueril e impúdica de quienes hacen sonetos a las armonías y a los tiempos. Debe ser que por haber sido secretarios todavía les hace falta el jefe que les dé la pauta.

Pablo Yépez Maldonado
Quito, 11 de noviembre de 1999

Ilustración y fotografía de Guayaquil (noviembre de 1922) tomadas del Diario El Universo

miércoles, junio 11, 2008

UN TRANVÍA LLAMADO DESENCANTO

El 16 de enero de 1994, con grandes titulares, Raúl Pérez Torres, en el diario El Comercio, describió las características y las circunstancias de "La generación del desencanto". A pesar del bautizo masivo nadie -hasta el momento-, ha renegado del nombre ni de sus connotaciones. "Una Literatura de la ambigüedad, de la angustia, de la incertidumbre, del desencanto del hombre y de sus instituciones, una literatura que, sin embargo, busca la identidad perdida, la inocencia, el gesto, el otro rostro de una existencia urbanizada y encementada."

¿De dónde proviene el desencanto? En 1988, año en el que la socialdemocracia ganó el gobierno –“por una nariz”-, al populista Abdalá Bucaram, se realizó un encuentro denominado "Cultura entre dos crisis"; en donde se exaltó a los veteranos reductores de cabezas y se puso al día su iconoclastia, su irreverencia y su capacidad de seducción en los puestos de administración cultural. Desde la otra orilla (hay algunos que niegan las orillas, el río y la realidad entera), Rafael Larrea, decía: "Mientras estemos vivos, hablaremos. Y muertos también. No hemos nacido para morir. (...) No habrá jeques ni alfombrazgos si no hay poetas que se inclinen ante el rey de pacotilla."; en su postrer intento por rescatar el poder de lo irreverente: "Fuimos y somos enemigos de los opresores, de los falsos estetas, de los falsos poetas, de la mediocridad y el servilismo." En ese año los entonces jóvenes integrantes de los Talleres Literarios se sentaban a la mesa de los conferencistas para señalar que ya no pretendían reducir cabezas pues, "el tiempo nos ha ahorrado el trabajo", y cuestionar acre e irónicamente la actitud burocrática y la retórica de papel de algunos de los desencantados.

La condición desencantada se presenta como una posición extrema, la única factible entre el decoro, la honestidad y el oficio del intelectual. Parece imposible, para la generación que teorizó la revolución, dejarse de mirar en el espejo de la derrota, les resultó más fácil recrearse como personajes de novela o escribir prólogos, o disculpas que asimilar sus engendros:

"Pero no, el tiempo no ha vuelto; ha girado, sí, pero en una espiral. Hoy parece lo mismo pero es diferente. Alfredo, el ideólogo, el caracterizado representante de la cordura y el saber revolucionario, el que apoyaba a Fabián en el propósito de organizar un movimiento popular, de verdad popular; el que había luchado hasta el fin contra los exaltados que desconfiaban del pueblo y abogaban por las guerrillas; el que se oponía a los soñadores de poemas afirmando que la palabra cultura sólo tiene sentido cuando es coreada por las masas; el que mil veces había hecho oír su voz de barítono sobre el aullido insensato de las asambleas desenfrenadas y noveleras; el sabedor de todos los vericuetos de la dialéctica y de las trampas de la estrategia, él tampoco es el mismo: el tiempo y el cansancio le han hecho otro; ha devenido sociólogo, experto en textos consagrados e inquisidor de falacias, desvíos y herejías. (...) Ha terminado detrás de un escritorio, arrimado en el respaldo de su sillón, con aire de tonto solemne, revolucionario jubilado, leyendo y escribiendo Informes Importantes, dictando cátedra de materialismo histórico en la Universidad y creyéndose capaz de diagnosticar el error táctico de los que pregonan su hambre exhibiendo carteles en la puerta de la fábrica cerrada; ex-defensor de la vinculación con los obreros, ex-opositor de la alternativa terrorista, ex-orador de motines y asambleas; ex-disidente, ex-preso, ex-liberado, ex-sinempleo, es ahora funcionario de alto nivel técnico, con libre acceso al despacho del señor ministro, asesor y hombre de confianza, intelectual de izquierda, solemne porquería."

Fernando Tinajero. El desencuentro.


El escritor se arrogó funciones de Demiurgo, se convirtió en el Dios inmisericordioso capaz de arrojar del paraíso a sus criaturas más amadas.

"No hemos sabido perseverar, nos hemos dejado llevar por la comodidad, por lo más fácil, hemos buscado pretextos para dejar de actuar, hemos caído en la trampa y muchos hemos abandonado el país porque era un país de cerdos y hemos viajado a Europa porque allí sí nos entienden y alaban nuestra finura y nuestra inteligencia, e inclusive podemos pescar una francesita descuidada para elevar nuestro status. (...) No hemos roto nada. Generación de la pose. Hemos salido de los brazos de mamita para buscar otros más débiles. Seguimos siendo tan mediocres como nuestros padres. La vida del mediocre es lineal, simple, incapaz de transgredir normas (a lo más enmascararlas) de romper reglas, huele a devocionario, a pan guardado, no tiene alternativas, se va engordando de las vulgaridades cotidianas, de su falta de pasión, de esa monotonía asquerosa de tres comidas diarias y pasta dentífrica, suprimiendo quizá la pasta dentífrica, a fin de demostrar que no somos iguales. De comunistas hemos pasado a consumistas."

Raúl Pérez Torres. Teoría del desencanto.

La literatura se convirtió en el campo virtual de la revolución donde fue posible instalar a los existencialmente atormentados héroes, incapacitados para romper su dependencia vital e intelectual. A falta de héroes reales, la novela se alimentó de la imagen del intelectual-centauro y lo convirtió en el héroe; héroe que siempre osciló entre la incomprensión de las masas, del partido, de la familia, del mundo en general. No es nada extraño que los héroes abandonen su papel (o la patria), aspiren estar más maduros para comprender este país iridiscente o a la espera de que cambie la realidad para que tengan cabida todos sus sueños.

"Elegimos un camino pero no llegamos a recorrerlo, ni siquiera dimos el primer paso, nunca llegamos a existir. Todo fue un simulacro, entiendes; una representación que sustituyó a lo real y que la vivimos como si fuera la propia vida... la tragedia de los actores que ensayan una, dos, tres, cien mil veces la gran epopeya y mueren el día anterior a la primera representación real... (...) Fuimos los héroes, los mártires anónimos de una guerra que nunca se dio, de una causa que nadie llegó a conocer... No, no existió la dinamita social... Fuimos la pólvora que explotó solitaria... Oh, el doble ascetismo de la muerte... Morir sin haber existido jamás. Somos los nonatos (...) los nonatos de la revolución."

Alejandro Moreano. El devastado jardín del paraíso.

La autodenominada "Generación del desencanto"; maneja una propuesta estética desde la derrota, refuerza la constatación de la imposibilidad de cambiar la historia. La mayoría de sus integrantes participó o simpatizó con los movimientos titulados revolucionarios que luego cayeron en la orfandad al derribarse el Muro de Berlín. Una literatura de la nostalgia y el recuento, de la lamentación. Los géneros preferidos fueron la novela, el cuento y el ensayo; en los inicios de su actividad literaria se sumaron a la corriente transformadora que recorría América Latina, en sus estertores, su discurso lo desarrollan desde el recuerdo; no entienden la realidad actual: hostil, vertiginosa, individualista, identificada con estereotipos de la metrópoli más que con la esencia de lo nacional. Su grandilocuencia se ha convertido en una suerte de expiación de culpas. Entablaron a la literatura con una serie de reflexiones filosóficas y la trataron de abordar, esencialmente, como construcción de la dicotomía entre reforma y revolución; constituyendo, lo revolucionario, el mundo de las ideas encarnadas en el intelectual-mártir, capaz de cuestionarlo todo y de cuestionarse entero pero incapaz de convertir los sueños en realidad; su lucha es un enfrentamiento desigual con sus fantasmas y sus progenitores; una literatura de la derrota a pesar de estar coqueteando (desde esa época hasta la actualidad) con el poder y sus meandros[1].

Pero en contra de todas las evidencias "... quienes se instalan en el desencanto y lo racionalizan como un nuevo valor. Aparentemente radical, esta actitud es profundamente conservadora: prefiere adaptarse al curso supuestamente natural del mundo. Parece que el temor a las desgracias en que desembocaron nuestros sueños nos censura en los deseos. El desencanto genera hastío y nos acosa la fatiga. Basta mirarnos y recordar al poeta:

Os digo que la vida está en el espejo, y que vosotros sois el original, la muerte (...) Estáis muertos, no habiendo antes vivido jamás. Quien quiera diría que, no siendo ahora en otros tiempos fuisteis. Pero, en verdad, vosotros sois los cadáveres de una vida que nunca fue. Triste destino"[2]


COROLARIO

Frente al cinismo y la ingeniosidad de los teóricos de la posmodernidad[3], frente al desencanto y sus variantes que nadan en el vacío o la levedad del ser; el panorama de la literatura ecuatoriana y latinoamericana en general tiene nuevas vertientes, vigorosas voces que expresan una nueva realidad. Agotado el filón del "Boom" -del cual el Ecuador nunca participó-, que exportó a Europa el mundo mágico de la imaginería popular, existe una nueva oleada que se nutre de la mitología y sabiduría de los pueblos y nacionalidades indígenas, de los grupos con diversas opciones sexuales, de los migrantes y su caleidoscópica visión del mundo.

Uno de los aspectos más sobresaliente es la clara división entre la literatura realizada por hombres y mujeres. El protagonismo de las mujeres, en todos los ámbitos del acontecer humano, ha cuestionado el papel predominante del hombre, incluido el de la sexualidad. La mujer es el personaje principal de la literatura; a pesar de tener una carga demasiado fuerte aún del "happy end", estilo Corín Tellado, y de proyectar un estereotipo de compañero ajeno a la cotidianidad y al medio (tierno, solvente, inteligente y casi sin ninguna demanda de tipo sexual)[4]. El hombre, mientras tanto, aparece disminuido y cuestionado por culpas actuales y pasadas, reducido a la accesibilidad de los amores contingentes, acorralado por su conciencia autocrítica. Incapacitado momentáneamente para elaborar una propuesta alternativa; arrinconado en su concepción de pecado no puede salir de las cuerdas para rebatir las pruebas históricas de su culpa.

Un panorama desconcertante, rico en sus múltiples tratamientos y formas de presentación. Una realidad compleja que no puede ser abordada con los mismos métodos de hace dos décadas, con irrupción fuerte y permanente de movimientos sociales que tradicionalmente no tuvieron acogida en los movimientos políticos de vanguardia. Expresados literariamente en la superposición de géneros: novela policíaca, negra, ciencia ficción, erótica; con o sin personajes definidos; cuestionando al lector, al editor, al narrador; etc.

Pero en el Ecuador todavía existe una marcada tendencia a creer que la literatura únicamente llega hasta la “generación del desencanto”; tanto por la ineficacia de las instituciones encargadas de la difusión cuanto por los mismos personajes que se autopromocionan sin dejar que la luz descubra las nuevas tendencias y a los/as nuevos/as escritores/as. Es que, paradoja de paradojas, aquellos que luchaban por el poder a través de soñar una revolución ahora lo poseen por el prodigioso poder del mimetismo como ya lo enunciaran en sus obras narrativas...

Pablo Yépez Maldonado

[1].- El caso más conocido es el de Jorge Enrique Adum, quien, en palabras de Alejandro Moreano, demuestra la decadencia de un excelente poeta -autor de "Los cuadernos de la Tierra"-, tradicionalmente comprometido con los partidos de izquierda ahora participando de las "sabatinas del poder".
[2].- Norbert Lechner. Un desencanto llamado posmodernismo. Debates sobre modernidad y postmodernidad. El poema es de César Vallejo: Trilce, LXXV.
[3].- "El Estado y/o la empresa abandona el relato de legitimación idealista o humanista para justificar el nuevo objetivo: en la discusión de los socios capitalistas de hoy en día, el único objetivo creíble es el poder. No se compran savants, técnicos y aparatos para saber la verdad, sino para incrementar el poder." Jean-Francois Lyotard.
[4].- Véase, por ejemplo, la narrativa de Marcela Serrano.