Antipoemas verdes
Los antipoetas no escriben sus libros, los perpetran; los antipoetas no reciben halagos solo rechiflas o el más completo silencio; los antipoetas no existen para: la real academia de la lengua, la historia o para las antologías; únicamente constan en las guías telefónicas y en el SRI si es que por mala suerte tienen RUC o RUP hasta que les llegue el RIP.
Los antipoetas se burlan de todo, con una ironía ácida, corrosiva y una petulancia fresca y renovada.
Los antipoetas se presentan sin poses, sin currículum, sin padrinos, sin libros a veces, solo con ciertos artefactos a punto de estallar.
Los antipoetas no quieren pasar a la posteridad, ni los premios ni el reconocimiento; solo el suave plumaje de la palabra que les llega de sopetón en los buses o en el trole, apretujados con el resto de la gente que sufre por el pico, placa y por falta de aire.
Los antipoetas juegan con los dobles y triples sentidos, con el árbol genealógico, con Dios, con las amadas, con los niños; es decir derriban todo aquello que con santa paciencia han erigido los elegidos, los vates sagrados, los sesudos estudios de las diversas universidades.
Los antipoetas están hechos de esa materia común y corriente que se encuentra en la calle y en todas las esquinas; permanecen arrumados en las oficinas hasta que sacan a relucir su enmohecida armadura de dueños de la palabra y embisten contra todo; mandan al carajo por correo electrónico, por medio de bombas panfletarias, a través de cometas multicolores.
Son tan únicos y tan corrientes a la vez que casi siempre tropezamos con ellos pero no los descubrimos, no logramos percatarnos hasta que nos desnudan con sus imágenes y nos hacen caer en cuenta del ridículo que hacemos siempre tan serios, tan solemnes, tan cuidados en la forma, tan elaborados en nuestras costumbres, tan acartonados en nuestra manera de amar.
Los antipoetas llegan a la meta porque llegan, con tenacidad, con paciencia, con la sonrisa dibujada de oreja a oreja solo por el placer de llegar, de estar, de hacerse presentes. Sacan de sus bolsillos viejas navajas de cuando eran niños, elefantes tiernos, gatos divinos e incomprendidos, viejos cristos de la igualdad, bolígrafos encantados, corchos convertidos en brújulas para perderse con mayor facilidad.
Los antipoetas no se sientan entre el público, son el público; los antipoetas no se contradicen, se desdicen, rompen la lógica, la siempre furtiva razón. Son los profesionales de la sospecha, descubren a timadores en los colectivos, en las rancias salas de clases o en el purgatorio. Son los siempre tiernos niños que nunca dejan de soñar y hacer travesuras.
Los antipoetas son de carne y hueso no como aquellos divinos, apolíneos y a la vez dionisíacos poetas de relumbre. Los antipoetas sacan al mago de la chistera, dialogan con el común de los mortales, rompen los espejos para no caer en el pecado capital de la vanidad.
Los antipoetas cuestionan la seriedad postiza, la romántica forma de concebir el amor, la patibularia manera de asir la existencia, la masoquista inercia que nos vuelve clavos oxidados, la sensual manera de esperar la muerte, la reconocida forma de alimentar el ego.
Si eso son y hacen los antipoetas; ¿qué sentido tienen estos Antipoemas verdes –con ese tinte de pos ecologista-, en este momento en que se cumplen nueve años de la caída de las torres gemelas y de la globalización del terror por la potencia mundial más armada y más retrógrada del mundo?, haciéndonos casi olvidar que hace exactamente 37 años también se instauró el terror pero solo localizado, solo regional, solo en el cono sur.
Creo que la antipoesía es una revuelta en contra de la poesía realizada frente al espejo para convertirla en el pan cotidiano, esa contractual forma de vivir día a día así ya sea con los subsidios del estado o los cheques de la burocracia revolucionaria de oropel.
Creo que la antipoesía es la reconstrucción de la dimensión humana de la ternura y la franqueza. Es la restauración de la esfera de la cotidianidad con grandes vuelos y grandes limitaciones, con desmesurados deseos y desproporcionados sueños para seres insignificantes, para aquellos que se debaten entre el trole y la aventura suicida de caminar por las calles sin escoltas, sin guardaespaldas y, lo que es peor, casi sin medio en el bolsillo.
Hernán Hermosa se debate en el mundo pedestre de los seres comunes y silvestres; no tiene ningún deseo de llegar inmaculado a la academia para ser objeto de formolizadas disecciones en los gabinetes de la academia; insiste en el habla común para expresar las preocupaciones cotidianas; lejos, muy lejos, de esas alambicadas maneras de decir de los vates consagrados o a punto de serlo.
Se ríe a carcajadas de sí mismo (y claro de nosotros también, por supuesto); solloza frente al desamor con esa sabia posición de filósofo abandonado pero digno. Profundamente humano y sinceramente frágil frente al desdén del objeto amado.
Nicanor Parra ya lo dijo: "La poesía morirá si no se la ofende, hay que poseerla y humillarla en público. Después se verá lo que se hace".
Es el tiempo de los nuevos discursos, de la demolición del canon impuesto por los dementes burócratas de lo bello, es el momento de reconstruir la poética, volverla gato volantinero de todos los días; es la hora de salir de esas burbujas narcisistas en que se ha convertido la soledad del ser humano para reconocernos pedestres obras del tiempo y la palabra.
Estos Antipoemas verdes vienen a refrescar el ambiente de la poesía para evitar esa sensación extraña de que cuando uno cuenta sus desatinos la gente está en otro patín; o, no llevarnos la sorpresa de que cuando queremos poner la luna a los pies de nuestra amada, ésta, esté dormida en la cama de la mamá. Porque la desmesura del deseo nos lleva a pensar en estudiar inglés por correspondencia para irnos al extranjero; o comprar un retrovisor en Machachi, adaptarlo a la bici, para salir a buscarla (a quién más, a ella, por supuesto) en el tumulto, del domingo.
En fin que el antipoeta es lo que es; ni Barrabás ni Cristo del Consuelo, apenas “un animador de la vida”. Aquel que sueña con ganarse el Neruda de oropel, o el premio Nobel de literatura para que la santa cofradía de la localidad crea que el fallo del jurado es una falla; el que se niega a escribir más elevado no por el terror a las alturas sino por la dificultad de escribir desde un andamio.
El tren del tiempo no se detiene y cobra fuerza a medida que nos acercamos a esa etapa en, la que dicen, que es momento de recoger aquello que se ha sembrado; pero creo que en esta época de incertidumbre, donde solo la revolución es una constante… propaganda, tengo la impresión que no hemos sembrado nada, no hemos guardado nada para la época de invierno. Nos hemos gastado la vida embromándola; sembrando artefactos sonoros, coloridos sonajeros para atrapar a las musas, cerbatanas para domesticar el viento, manifiestos para inventarnos nuevas épocas, sombreros para ocultar nuestra poca capacidad para las cosas prácticas, trompos para jugarnos la vida por una idea o por un amigo; giralunas para comprobar que la existencia es una ilusión y que no dejan de llover los pagarés, el arriendo o las cuentas de la luz y el agua.
Me sobrecoge la sonrisa que mantuve durante toda la lectura del libro; me asombra esa capacidad para ser tan humano, tan profundo en la sencillez, tan coloquial en medio de la solemnidad que campea.
Es cierto; todavía podemos inventarnos a nosotros mismos a pesar de los viejos presagios y las malas lenguas.
Este cuento se ha acabado porque este libro no existe; es una transcripción de los monólogos de todos los transeúntes, de todos los peatones vitalicios.
¡¡Viva la boecía, la siempre nueva boecía!!
Pablo Yépez Maldonado
Septiembre del 2010
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