Abrir un libro de poemas es correr el riego de no arribar indemne a la otra orilla. El texto que nos convoca es un desafío constante, es un cuchillo afilado que corta el resuello; es una violenta imprecación a la cotidiana manera de entender la vida y el oficio, es una construcción circular de los retornos y de los exilios, de las vueltas del reloj sobre nuestra garganta.
Ernesto Carrión pone a prueba la capacidad de mirarnos en el espejo despojados de nuestras máscaras, de los manidos rituales que nos inventamos para justificar nuestra existencia. Pone en duda la característica del lenguaje como encuentro; tal vez sirva únicamente para desterrarse; para vivir la otredad, la soledad y el desvarío; la violenta y eterna contradicción entre soñar y estar despiertos; entre ese hombre que escribe y aquel que se solaza mientras miente. Porque su escritura es ficción y es escarnio; es la realidad diseccionada por el diario avatar del destino (o del desatino); es el péndulo que asesina toda posibilidad de escape (porque no podemos huir de nosotros mismos a pesar de todas las puertas escapatorias que tratemos de inventar); siempre estaremos de frente a nuestra soledad o al acomodo (que es otra forma de soledad pero más brutal por ser colectiva).
En todos los lugares somos extranjeros; a pesar de habitar la palabra nunca encontramos la exacta aplicación de su significado a la realidad que nos circunda, nos circunscribe y nos demuele; a veces nos expulsa violentamente al vacío de las multitudes donde estamos a pesar de la imposibilidad de reconocernos. Es que el mundo es demasiado pequeño para nuestra impaciencia, para nuestra necesidad de romper los límites de la cordura. Hasta los pájaros se confabulan para demostrarnos cómo nos restringe el cielo.
Irse o volver casi da lo mismo; la diferencia es que volver es sinónimo de derrota; irse, en cambio, es exponerse a la sequedad embargable del olvido donde ni la palabra es recurso para reconstruir, asir o recrear la realidad. Solo lo inmediato es verdadero, toda pretensión de trascendencia queda anclada a la manida ritualidad de la existencia; aquella que nos obliga a reconocernos en la cotidiana manera de retornar a lo tangible; a las blancas almohadas más seguras que el descaro.
Imprecaciones lanzadas contra esa leyenda elaborada, paciente y cínicamente, por el ser humano para enrostrarnos nuestro lado obscuro, nuestra verdadera condición de exiliados. Por ello se han creado los manicomios, los hospitales, las cárceles y las casas de putas donde se puede vivir sin dar cuenta a nadie de nuestra inmovilidad, asombro o desvarío.
De este largo exilio también participa el dios hebreo con su capacidad envidiable de no tomar decisiones; Adonai es parte de la construcción circular del encierro de donde es preciso pero, a la vez, inútil escapar; árboles convertidos en cadalsos para nuestra manía innata de creer que somos a pesar de que todas las evidencias dicen lo contrario. Dios es víctima de la soledad y de los hombres que lo crearon a su imagen y semejanza; porque no existía otra posibilidad. Vagamos sin rumbo con los restos del naufragio; con el pesado cadáver del pasado tratando de reapropiarnos del útero de donde fuimos expulsados. Pero no hay vueltas que darle; todo intento es infructuoso, es la fantasía de los exiliados que regresan a mirar los rostros que dejaron pero que ya no son los mismos ni los miran de la misma manera.
Nuevamente volvemos al inicio de la teogonía, buscamos febrilmente aquel mantra que nos permita comunicarnos con el cosmos como dador de virtudes y puertas ilusorias. Nos queda, como último recurso, que la materia y la energía tengan la posibilidad de trasmutar hacia algo que nos redima y justifique nuestra burda existencia.
Círculo cerrado, perverso, impenetrable, inamovible. No hay resquicio para la añorada escapatoria. Hasta en aquellos espacios donde es posible conspirar o enmudecer llueve siempre. Una imagen de estos tiempos donde el ser humano deambula gastando su existencia en la búsqueda inútil de la felicidad o el reposo; la realidad nos impele unos contra otros para devenir marionetas de esa mano inasible que ahora denominamos mercado.
El extravío se hace evidente únicamente con la llegada pero no lo acaba; se prolonga en todos los sitios, en todos los momentos. Ulises solo importa por su larga aventura antes de arribar a Ítaca, el resto es silencio y molicie; complacencia por el trayecto recorrido pero ya no camino, sendero, tormenta. La certidumbre es el mal que acaba con el planeta; el regodeo y el amor de los saciados conspiran contra la duda que es el verdadero motor de la historia. Más daño hacen aquellos que saben dónde llegar que los que inauguran nueva casa en cualquier parte llevando, en su morral, toda la tristeza y el desánimo del mundo pero, a la vez, toda la lujuria de la vida.
La Editorial K-Oz leal a su nombre y razón de ser presenta este poemario para sacudir la inercia amodorrante de los poetas oficiantes del canon y el rating; para conmover la calma de los poetas de oficio pero sin propuestas; para agitar las aguas putrefactas de los círculos de iniciados y sus acólitos. Nada detendrá esta labor solidaria mientras exista aquella poesía que justifique nuestro papel; ningún discurso almibarado desviará el trayecto incierto pero instigador de la editorial K-Oz que una vez más recupera a aquel otro extraviado que nos dejó su Zaguán de aluminio como un mapa para imaginar una salida y como antídoto para evitar que el olvido nos corroa en sus entrañas.
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