Disidencia de los cuerpos rojos
Existen amores y tiempos y memorias que matan, que es menester pasarlos por alto o desparramarlos en los murales de la nostalgia o en ciertas páginas de memoria histórica e histérica de los sociólogos y los proxenetas de la filosofía.
Hay relaciones que nos marcan, nos desintegran, nos
condicionan y nos dibujan en nuestra más ridícula condición de seres amantes,
posesivos, contradictorios, celosos, inseguros. Hay personajes que nos convidan
parte de sus características y nos involucran en sus tramas y sus destinos tragicómicos.
Hay lugares a los cuales solo los avistamos en medio de nuestra locura y enajenación,
pues no es posible arribar a ellos por medios convencionales.
Hay, hubo y persiste una época en la cual nos sentimos convocados, interpelados, aprisionados entre nuestra propia historia personal y la tragedia colectiva; tiempo de sueños ferales, de grandes búsquedas, de colectivos imaginantes, de redactores de grandes proyectos, de convocatorias amplias y multifacéticas y, a la vez, era de la degradación humana mayúscula expresada en los mecanismos de tortura ideados por nuestros ejércitos de ocupación interna, tiempo de lujuria de la muerte y la invención de los desaparecidos.
Latinoamérica había
minado todos los campos; la literatura se convirtió, como siempre, en el campo
que más bajas dejó: en el un bando, el contingente de los neutrales, de los
tibios, de los artífices de la palabra y, en el
otro campo, todas las fuerzas antisistema, dementes creativos que lograron
pergeñar el futuro con solo haber soñado o participado de las grandes aventuras
colectivas, de las violentas tomas de terrenos, casas, fábricas, calles. Estos
últimos, combatientes delirantes contagiados por el mismo virus de Mayo del 68
creyendo que debajo de los adoquines había la arena de playa. Pero el sistema
es perfecto, digiere a los delirantes, los vuelve dóciles funcionarios de la
palabra.
La mayoría, expulsados del paraíso y con el frío
consustancial de la derrota, se refugiaba en las casas de esos barrios creados
para la multitud que constituyen, a la postre, los crematorios donde se
calcinan sus sueños. Solo un puñado, con la opacidad de los sueños inconclusos,
con los ojos enardecidos por la pasión y la soledad, refugiados en los rincones
reservados a los trashumantes y a los solitarios, a los contradictores
permanentes de la molicie subsiste por los alrededores a la espera de una
oportunidad para volver a congregarse, para reeditar, con nuevas consignas, esas
asambleas multitudinarias donde la pasión y la subversión constituyen el
libreto central.
Caminamos largas noches y obscuras madrugadas pintando las
paredes con nuestros sueños, grafiteando el tedio y haciendo volar por los
aires el planificado retiro diseñado para nuestra vejez. Es más, ¡ni siquiera contemplábamos
la posibilidad de llegar tan lejos…!
Como un artificio, como uno de esos viejos trucos de los magos de carpas gastadas, Alfredo Pérez, alejado –según él– de los escenarios de la poesía, nos lanza un puñado de instantáneas, una sui géneris manera de retratar los instantes, el sueño, la soledad y el tiempo. Seis meses, propone, para amar, para construir una historia a espaldas de los viejos burócratas de partidos subversivos, que, de subversivos ya no tienen ni el nombre. Al contrario de esa historia del héroe homérico, en esta historia nadie regresa, todo es un viaje de ida en el mismo sitio; es un retrato de esa juventud y ese amor vivido en los locos años 80 y, a la vez, esa misma pasión desde la experimentada vivencia de la actualidad –ya sin la misma intensidad, tal vez con cierto desgano y mucho escepticismo.
Solo vestigios, solo restos de todo aquel espectáculo, solo
esperpentos retratados en la violenta necesidad de ser, de amar, de fracturar,
de explotar, de explorar…, seis meses nada más pues no era posible soñar a más
largo plazo.
Nada ha cambiado; tal vez el reto es subsistir en las frías
pantallas de los celulares, en el tramado de las pantallas táctiles en que se
ha convertido la existencia. Ni siquiera tenemos la oportunidad de utilizar
nuestras glándulas apocrinas; a lo sumo, nos arriesgamos a hacer el ridículo
construyendo textos con los cuales justificamos nuestra existencia. Hoy, solo
basta utilizar una aplicación para encontrar pareja en esa solitaria existencia
de las redes sociales. Angustia de otros tiempos, instantes que se descuelgan
de la memoria: cómo subvertir el orden si apenas vislumbramos la realidad. La
verdad yace sepultada bajo las narrativas construidas por los grandes grupos de
poder; apenas si podemos disputarles pequeños espacios desde donde seguimos
edificando ilusiones. Nunca quedó tan lejos la utopía como ahora a pesar de que
en las redes sociales se hagan versiones adinfinitun
de Galeano, Cortázar, Roque Dalton…, tratando de reinventar ese espíritu que
está en retirada.
Es la hora de los hípsters, de los circenses teóricos, de la
farándula posmoderna; construcción versátil de la realidad según el visor del
intelectual, qué duda cabe. Todo se arregla con adjuntar al currículo la
trayectoria militante en los pasillos del poder (ya K no está perdido en el
Kastillo; es el dueño y señor absoluto de su destino y de todos los que viven a
su alrededor); calificadísimos agrimensores que cobrarán el rescate por
mantener la razón en el lugar adecuado ahora que estamos al borde de que la
demencia llegue a su punto culminante.
Disidencia
de los cuerpos rojos constituye, acaso, la apuesta por la desacralización
de la literatura y de la sociología que constituyó, en su época, la disciplina
que dotaba de sentido al quehacer político y que, en la actualidad, yace
arrinconada en el cuarto de los trastos inútiles, convencida como está, de que
su único papel es el de apuntalar el discurso del poder.
Intelectuales a la carta, amigos del pueblo a la vez que
consejeros del príncipe, especialistas en la elaboración de consultorías para desfacer entuertos o torcer aún más la
retórica de la administración pública –sea del signo que fuere. Narrativas desovilladas
desde la lógica de la cátedra cada vez más funcional a los sistemas
meritocráticos. Por su lado, la experiencia literaria se convierte en el
ejercicio del ego potenciado por los títulos y los actos consecuentes con el
público, con los escenarios. Nada disruptivo, toda la escenografía dispuesta
para que los autores mueran colgados del
andamio, eso sí, con el seguro al día y el carnet de escritor en la levita.
El héroe posmoderno evita la confrontación, sabe de antemano
que es inútil toda lucha; solo llega a acuerdos de vida para subsistir en el
borde de la rutina. Construcción de discursos progresistas que nada cambian
pero todo lo modernizan, estructuran una fachada de cambio de era mientras, en
realidad, se farrean y engullen la era de cambio con el mayor desparpajo. Ya
nada tiene sentido; todo está expuesto y a la vista (¡menos la corrupción más
insultante realizada en nombre de la revolución!). De todas maneras, estamos en retirada; ahí les queda el escenario del
vicio y de las apariencias, las instituciones que hacen posible el mismo rigor
mortis de esta sociedad atrapada en medio de un sector bancario especulativo y
una cuadrilla de audaces rateros al ritmo de los acordes de patria tierra sagrada mientras se
reparten millones en sobreprecios y en coimas como una escena de Kusturica
mientras el país se hunde en la barbarie.
Años de militancia consumidos en medio de la solidaridad y el
caos, entre banderas, pinturas, periódicos, música, ron y amor; ese amor que
surgía a contratiempo, por el solo hecho de justificar la existencia y para
poner a prueba aquellos principios clásicos: no posesión, no pertenencia, no
exclusividad…, pero qué jóvenes éramos. Nos sobrepasaba el amor o nos derrotaba
el hambre. Los tiempos del pragmatismo dogmático se enseñorearían en estos
lares, tiempos conservadores y de desfalco bancario, caídas de gobierno y fugas
al exterior; cientos de miles de compatriotas abordando precarias naves para ir
a colonizar el mundo.
Estamos donde empezamos, como esta novela de tik tok que nos
revela en la juventud y en la mirada atormentada de la vejentud al mismo tiempo; al parecer, con la suficiente experiencia
como para aquilatar los errores pero, a la vez, con la necesaria ingenuidad
como para desear que ocurra nuevamente ese desatino. Solo el amor nos supera y
nos define, nos enrostra y nos delinea, nos convierte en amantes de trinchera,
de tiempo establecido, de ocasión; pero amantes al fin y al cabo, como una
suerte de conjuro para hacer frente la gris y prosaica existencia…
Del rojo único e intenso hemos avanzado hacia el arcoíris y a
la reverberación violeta como expresión de la máxima libertad de elección y
opción; atrás quedan los discursos moralizantes y pacatos de trasnochados revolú formados en el opus dei, son otros los tiempos y otras
las exigencias. Narrativas diseñadas desde los troll center para disciplinar, amedrentar y controlar. Solo el
fuego lo renueva todo, ese fuego que brota desde nuestro pubis y nos altera esa
razón que solo ha engendrado los monstruos de la guerra y el libre mercado…
Disidencia, sí; radical, profunda, irreconciliable con viejos
dogmas, con viejos fantasmas, con nuevos ricos, con burócratas entontecidos por
el poder. Disidencia hacia la ternura, la pasión, el amor; hacia donde nos
podamos rehacer al amparo de las viejas y nuevas normas de la naturaleza y el
cosmos…
Pablo
Yépez Maldonado
Noviembre 2022