martes, diciembre 06, 2022

Solo el fuego lo renueva todo…

 Disidencia de los cuerpos rojos

Existen amores y tiempos y memorias que matan, que es menester pasarlos por alto o desparramarlos en los murales de la nostalgia o en ciertas páginas de memoria histórica e histérica de los sociólogos y los proxenetas de la filosofía.

Hay relaciones que nos marcan, nos desintegran, nos condicionan y nos dibujan en nuestra más ridícula condición de seres amantes, posesivos, contradictorios, celosos, inseguros. Hay personajes que nos convidan parte de sus características y nos involucran en sus tramas y sus destinos tragicómicos. Hay lugares a los cuales solo los avistamos en medio de nuestra locura y enajenación, pues no es posible arribar a ellos por medios convencionales.

Hay, hubo y persiste una época en la cual nos sentimos convocados, interpelados, aprisionados entre nuestra propia historia personal y la tragedia colectiva; tiempo de sueños ferales, de grandes búsquedas, de colectivos imaginantes, de redactores de grandes proyectos, de convocatorias amplias y multifacéticas y, a la vez, era de la degradación humana mayúscula expresada en los mecanismos de tortura ideados por nuestros ejércitos de ocupación interna, tiempo de lujuria de la muerte y la invención de los desaparecidos.

Latinoamérica  había minado todos los campos; la literatura se convirtió, como siempre, en el campo que más bajas dejó: en el un bando, el contingente de los neutrales, de los tibios, de los artífices de la palabra y, en el otro campo, todas las fuerzas antisistema, dementes creativos que lograron pergeñar el futuro con solo haber soñado o participado de las grandes aventuras colectivas, de las violentas tomas de terrenos, casas, fábricas, calles. Estos últimos, combatientes delirantes contagiados por el mismo virus de Mayo del 68 creyendo que debajo de los adoquines había la arena de playa. Pero el sistema es perfecto, digiere a los delirantes, los vuelve dóciles funcionarios de la palabra.

La mayoría, expulsados del paraíso y con el frío consustancial de la derrota, se refugiaba en las casas de esos barrios creados para la multitud que constituyen, a la postre, los crematorios donde se calcinan sus sueños. Solo un puñado, con la opacidad de los sueños inconclusos, con los ojos enardecidos por la pasión y la soledad, refugiados en los rincones reservados a los trashumantes y a los solitarios, a los contradictores permanentes de la molicie subsiste por los alrededores a la espera de una oportunidad para volver a congregarse, para reeditar, con nuevas consignas, esas asambleas multitudinarias donde la pasión y la subversión constituyen el libreto central.

Caminamos largas noches y obscuras madrugadas pintando las paredes con nuestros sueños, grafiteando el tedio y haciendo volar por los aires el planificado retiro diseñado para nuestra vejez. Es más, ¡ni siquiera contemplábamos la posibilidad de llegar tan lejos…!

Como un artificio, como uno de esos viejos trucos de los magos de carpas gastadas, Alfredo Pérez, alejado –según él– de los escenarios de la poesía, nos lanza un puñado de instantáneas, una sui géneris manera de retratar los instantes, el sueño, la soledad y el tiempo. Seis meses, propone, para amar, para construir una historia a espaldas de los viejos burócratas de partidos subversivos, que, de subversivos ya no  tienen ni el nombre. Al contrario de esa historia del héroe homérico, en esta historia nadie regresa, todo es un viaje de ida en el mismo sitio; es un retrato de esa juventud y ese amor vivido en los locos años 80 y, a la vez, esa misma pasión desde la experimentada vivencia de la actualidad –ya sin la misma intensidad, tal vez con cierto desgano y mucho escepticismo.

Solo vestigios, solo restos de todo aquel espectáculo, solo esperpentos retratados en la violenta necesidad de ser, de amar, de fracturar, de explotar, de explorar…, seis meses nada más pues no era posible soñar a más largo plazo.

Nada ha cambiado; tal vez el reto es subsistir en las frías pantallas de los celulares, en el tramado de las pantallas táctiles en que se ha convertido la existencia. Ni siquiera tenemos la oportunidad de utilizar nuestras glándulas apocrinas; a lo sumo, nos arriesgamos a hacer el ridículo construyendo textos con los cuales justificamos nuestra existencia. Hoy, solo basta utilizar una aplicación para encontrar pareja en esa solitaria existencia de las redes sociales. Angustia de otros tiempos, instantes que se descuelgan de la memoria: cómo subvertir el orden si apenas vislumbramos la realidad. La verdad yace sepultada bajo las narrativas construidas por los grandes grupos de poder; apenas si podemos disputarles pequeños espacios desde donde seguimos edificando ilusiones. Nunca quedó tan lejos la utopía como ahora a pesar de que en las redes sociales se hagan versiones adinfinitun de Galeano, Cortázar, Roque Dalton…, tratando de reinventar ese espíritu que está en retirada.

Es la hora de los hípsters, de los circenses teóricos, de la farándula posmoderna; construcción versátil de la realidad según el visor del intelectual, qué duda cabe. Todo se arregla con adjuntar al currículo la trayectoria militante en los pasillos del poder (ya K no está perdido en el Kastillo; es el dueño y señor absoluto de su destino y de todos los que viven a su alrededor); calificadísimos agrimensores que cobrarán el rescate por mantener la razón en el lugar adecuado ahora que estamos al borde de que la demencia llegue a su punto culminante.

Disidencia de los cuerpos rojos constituye, acaso, la apuesta por la desacralización de la literatura y de la sociología que constituyó, en su época, la disciplina que dotaba de sentido al quehacer político y que, en la actualidad, yace arrinconada en el cuarto de los trastos inútiles, convencida como está, de que su único papel es el de apuntalar el discurso del poder.

Intelectuales a la carta, amigos del pueblo a la vez que consejeros del príncipe, especialistas en la elaboración de consultorías para desfacer entuertos o torcer aún más la retórica de la administración pública –sea del signo que fuere. Narrativas desovilladas desde la lógica de la cátedra cada vez más funcional a los sistemas meritocráticos. Por su lado, la experiencia literaria se convierte en el ejercicio del ego potenciado por los títulos y los actos consecuentes con el público, con los escenarios. Nada disruptivo, toda la escenografía dispuesta para que los autores mueran colgados  del andamio, eso sí, con el seguro al día y el carnet de escritor en la levita.

El héroe posmoderno evita la confrontación, sabe de antemano que es inútil toda lucha; solo llega a acuerdos de vida para subsistir en el borde de la rutina. Construcción de discursos progresistas que nada cambian pero todo lo modernizan, estructuran una fachada de cambio de era mientras, en realidad, se farrean y engullen la era de cambio con el mayor desparpajo. Ya nada tiene sentido; todo está expuesto y a la vista (¡menos la corrupción más insultante realizada en nombre de la revolución!). De todas maneras, estamos en retirada; ahí les queda el escenario del vicio y de las apariencias, las instituciones que hacen posible el mismo rigor mortis de esta sociedad atrapada en medio de un sector bancario especulativo y una cuadrilla de audaces rateros al ritmo de los acordes de patria tierra sagrada mientras se reparten millones en sobreprecios y en coimas como una escena de Kusturica mientras el país se hunde en la barbarie.

Años de militancia consumidos en medio de la solidaridad y el caos, entre banderas, pinturas, periódicos, música, ron y amor; ese amor que surgía a contratiempo, por el solo hecho de justificar la existencia y para poner a prueba aquellos principios clásicos: no posesión, no pertenencia, no exclusividad…, pero qué jóvenes éramos. Nos sobrepasaba el amor o nos derrotaba el hambre. Los tiempos del pragmatismo dogmático se enseñorearían en estos lares, tiempos conservadores y de desfalco bancario, caídas de gobierno y fugas al exterior; cientos de miles de compatriotas abordando precarias naves para ir a colonizar el mundo.

Estamos donde empezamos, como esta novela de tik tok que nos revela en la juventud y en la mirada atormentada de la vejentud al mismo tiempo; al parecer, con la suficiente experiencia como para aquilatar los errores pero, a la vez, con la necesaria ingenuidad como para desear que ocurra nuevamente ese desatino. Solo el amor nos supera y nos define, nos enrostra y nos delinea, nos convierte en amantes de trinchera, de tiempo establecido, de ocasión; pero amantes al fin y al cabo, como una suerte de conjuro para hacer frente la gris y prosaica existencia…

Del rojo único e intenso hemos avanzado hacia el arcoíris y a la reverberación violeta como expresión de la máxima libertad de elección y opción; atrás quedan los discursos moralizantes y pacatos de trasnochados revolú formados en el opus dei, son otros los tiempos y otras las exigencias. Narrativas diseñadas desde los troll center para disciplinar, amedrentar y controlar. Solo el fuego lo renueva todo, ese fuego que brota desde nuestro pubis y nos altera esa razón que solo ha engendrado los monstruos de la guerra y el libre mercado…

Disidencia, sí; radical, profunda, irreconciliable con viejos dogmas, con viejos fantasmas, con nuevos ricos, con burócratas entontecidos por el poder. Disidencia hacia la ternura, la pasión, el amor; hacia donde nos podamos rehacer al amparo de las viejas y nuevas normas de la naturaleza y el cosmos…

Pablo Yépez Maldonado

Noviembre 2022