Pintar
es la más absurda manera de retratar la existencia; es el esfuerzo vano por
dejar constancia de los instantes y, sobre todo, de las sensaciones. Cuando
contemplo los cuadros de Carlos Revelo, de manera repentina, se mezclan los
planos, las voces, los colores, los recuerdos. Mientras me siento en una silla para
observar su muestra y, a la vez, miro su rostro, sus lentes y su corte de pelo
estilo militar; una ráfaga de fuego se despliega en mi cabeza recordando episodios
de su vida que casi nadie conoce. Pacto de silencio en el salón de los
recuerdos. Reloj pendular el que nos convoca, el que nos impele hacia adelante.
Tampoco hablamos de las tragedias, de la muerte, de los amigos caídos en
desgracia. La vida nos cita a pesar de estar la parca siempre detrás de la
puerta, en cada trazo y en cada mirada. Conversamos sobre los premios, acerca
de la importancia del trabajo realizado, de sus pasos en la docencia, del
egoísmo y las tendencias en las artes plásticas. Muchos de los rostros que miro,
todos aquellos que ha retratado, me son tan familiares; sus hermanos, sus tíos,
sus profesores, los rostros de la calle, el desordenado jardín del asombro.
Rostros captados con paciencia o en el violento despertar de las madrugadas,
cuando era indispensable seguir soñando para evitar el contagio con el sol o la
realidad.
En la
fugacidad de los instantes se inscribe el sentido del artista. Su paso por la
facultad de arquitectura y su posterior descubrimiento de la existencia de la
facultad de artes. Su intransigencia para estudiar artes a pesar de la clásica
oposición familiar. Su aburrimiento frente a maestros que repetían lo que ya
había estudiado como autodidacta, con esa vocación amateur de los que conocen a
ciencia cierta lo que se quiere ser. Sus abandonos y sus regresos, su terca
pasión por hacer de la pintura la forma más placentera de existir. Sus
búsquedas y sus inicios, sus retornos a la realidad y su insistencia por captar
la luz y la sombra. La vida misma, con ese olor a tíñer (thinner) y las omnipresentes tonalidades de la sangre, garabateada
en los ojos del asombro, en los rostros de desconcierto, en la soledad vertida
en las paredes o en el asfalto.
Destellos
de los años transcurridos; subo por la misma calle tantas veces transitada en
compañía, hace años, de la gran jauría de jóvenes a la caza de la vida.
Silenciosa y en penumbra ahora, como si hasta la empresa eléctrica se hubiese
confabulado para hacer, de ese recorrido, un pasillo hacia el interior. Subo
cinco cuadras, desde la Avenida de La Prensa hasta el taller de Carlos Revelo.
Ingreso con la confianza de haber habitado sus espacios como casa propia en ese
barrio emblemático; pionero en la comercialización del cannabis, el que acogió
la primera ola de migrantes cubanos a quienes, en la actualidad, los han
reemplazando venezolanos. Nos preguntamos por los pintores que paraban–más que
paraban se bamboleaban-, en Mayo del 68; de una época de subversión que devino
en documental y, posteriormente, en caricatura.
La
luz que cae sobre el lienzo y sobre nuestros rostros; los recuerdos nos asedian.
Hojeo su libro editado por la UCE. Fragmentos de la existencia, cuerpos sin
rostros, estudios, perros en basurales, la nave de los locos, autorretratos,
paisajes del centro colonial sin gente, sin autos, solo color y forma bajo un
cielo azul que sirve casi siempre de contraste.
Sería
tedioso enumerar sus premios, sus proyectos para exponer, al interior de la UCE,
las obras de sus alumnos, las negociaciones para hacer realidad el libro –el
primero de un pintor en cuarenta años de existencia de la facultad-, la
relación fluida con sus alumnos, la relación cordial y a la vez distante con
sus colegas artistas, el sendero propio trazado con la búsqueda personal, los
celos, las pasiones y el encierro.
Sus hijas, triada de niñas en su más
esencial candidez, constituyen en la actualidad, su motor de búsqueda. Reconstrucción
del cielo y del espacio; recuperación del equilibrio, de la razón instrumental
de la existencia. Los trazos –me explica- deben ser rápidos pues la preparación
del color es en base a diluyente y no dispone de mucho. Yo, ajeno a la
precariedad de las existencias, le escucho, mientras recojo fragmentos de su
pasión. Los retratos de sus hijas constituyen un testimonio de su consolidación
como pintor y como ser sensible. La magia de todos esos rostros se resume en la
capacidad de Carlos para captar las miradas. Ese mecanismo que nos permite
descubrirnos, con sorpresa, cada mañana ante el espejo; descubrir la
desfiguración y la fragmentación, el delirio y la pasión; el tedio, el
cansancio y, a veces, el asombro y el deseo de transformar la existencia.
Carlos, esta vez nos presenta: cuadrículas verticales, crucigramas
de luz y de sombra, un tablero ajedrezado que oculta y deforma habitantes de esta
ciudad implantada en medio del color y la soledad. Construye, a su pesar, una
guía para perderse en la epidermis de una ciudad fantástica y en ruinas que se
descascara ante el parpadeo del observador. Carlos Revelo, nos provee de pequeñas
pistas que dan cuenta que, detrás de esas fachadas, habita alguien además del miedo
y la soledad. Logra trazar una ciudad como un imaginado mapa secreto a través
del cual, el viandante, se orienta según
la luz y color para evitar el abismo de una ciudad vaciada y en ruinas. Nos
proporciona el color para salvarnos de la catástrofe.
Ciudad de balcones en decadencia cuyos habitantes huyeron hacia el
interior como un juego de posiciones ante una pesadilla. El espectador toma
partido ante una ciudad que se descascara como un tatuaje de alguna época
anterior. Los rostros que se intuyen detrás de las ventanas son aquellas existencias
que se desvanecen paulatinamente como las fachadas de una ciudad inhabitada
Carlos Revelo, diseña una ciudad fantástica, las calles de un cementerio de luz, un muestrario del color y la soledad; cuestiona los viejos blasones de una ciudad que tiene problemas para resolver su trauma identitario; drama de silencios y violencia soterrada en el clásico escenario en el que, los cuerpos, se debaten en las calles y el abandono; la existencia humana retratada con una paleta de luz y asombro. Silencio, solo el silencio es percibido por el transeúnte que arriesga su existencia al poner los pies por fuera (¿o dentro?) de los viejos portones.
Cada vez que miro las obras de Carlos Revelo recuerdo el trayecto,
el vacío y el inicio. Rescato su enérgica forma de pintar, de construir las
texturas en comunión con el color y la figura y a contracorriente con el arte
conceptual que, en muchos de los casos, expresa solo el vacío de las significaciones
y el predominio del mercado. Búsqueda y persistencia, delicada manera de existir
a pesar de todas las trampas y los trofeos.
Bienvenidos a esta ciudad de luz, color y soledad; a este trayecto
de paisajes y fachadas de la memoria…
Pablo Yépez Maldonado
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